Ya que recientemente un buen amigo de la capital me regaló Veinte años depués y el Vizconde de Braguelonne de Dumas, la segunda y la tercera parte de Los tres mosqueteros, me sentí en la obligación de releer la primera parte.
Me sorprendo a mi mismo admirando a todos sus personajes. A uno por su valor, al otro por su corazón, al tercero por su ingenio, y así uno a uno, desde el Cardenal Armand du Plessis, duque de Richelieu hasta El Señor de Treville, capitán de la guardia de los mosqueteros, pasando por D'Artagnan, Milady, Athos, la señora Bonacieux, Portos, Mosquetón, Rochefort y Aramis. Sin embargo, mi favorito es un personaje que aunque colateral, no está exento de ese encanto inglés atemporal. El Duque de Buckingham.
No aparece en ninguna escena de pelea, de hecho, no es más que el amante de la reina. No existe ningún motivo más para admirarle que un diálogo, el del Capítulo doce, en el que confiesa su amor a la reina. ¡Que belleza de texto! ¡Qué personaje! Tanta pasión metida en un cuerpo de papel, que hace que mi corazón se subleve y busque alguna Ana de Austria en cuyo palacio entrar de noche, a la busqueda de unos herretes de diamantes. Sí. George Villiers es el corazón y el amor en el arquetipo del caballero de la novela de capa y espada.
Junto a él, muchos otros, que todos conoceis y conocereis, claro. Edmundo Dantés, también conocido como el Conde de Montecristo, o a Felipe de Lagardère, junto a Felipe de Nevers, en la novela El Jorobado (Le bossu, en el original), Arsène Lupin, El fantasma de la Opera, El Corsario Negro, ...
Como decía aquel personaje de Perez-Reverte, "ya no quedan hombres como los que yo quería ser".
os dejo un pequeño trocito de el Capítulo 12 de Los tres mosqueteros:
-¡Qué locura! -murmuró Ana de Austria, que no tenía el valor de admitirle al duque haber conservado tan bien su retrato en su corazón-. ¡Qué locura alimentar una pasión inútil con semejantes recuerdos!
-¿Y con qué queréis entonces que yo viva? Yo no tengo más que recuerdos. Es mi felicidad, es mi tesoro, es mi esperanza. Cada vez que os veo, es un diamante más que guardo en el escriño de mi corazón. Este es el cuarto que vos dejáis caer y que yo recojo; porque en tres años, señora, no os he visto más que cuatro veces: esa primera de que acabo de hablaros, la segunda en casa de la señora de Chevreuse, la tercera en los jardines de Amiens.
-Duque -dijo la reina ruborizándose- no habléis de esa noche.
-¡Oh! Al contrario, hablemos, señora, hablemos de ella; es la noche feliz y resplandeciente de mi vida. ¿Os acordáis de la bella noche que hacía? ¡Cuán dulce y perfumado era el aire, cuán azul el cielo todo esmaltado de estrellas! ¡Ah! Aquella vez, señora, pude estar un instante a solas con vos; aquella vez vos estabais dispuesta a decirme todo: el aislamiento de vuestra vida, las penas de vuestro corazón. Vos estabais apoyada en mi brazo, mirad, en éste. Al inclinar mi cabeza a vuestro lado, yo sentía vuestros hermosos cabellos rozar mi rostro, y cada vez que me rozaban yo temblaba de la cabeza a los pies. ¡Oh, reina, reina! ¡Oh! No sabéis cuánta felicidad del cielo, cuánta alegría del paraíso hay encerradas en un momento semejante. Mirad, mis bienes, mi fortuna, mi gloria, ¡todos los días que me quedan por vivir a cambio de un momento semejante y de una noche parecida! Porque esa noche, señora, esa noche vos me amabais, os lo juro.